TIEMPOS DE INOCENCIA
Juan Carlos salía del colegio a las 17.30 hrs cada día, siempre que no tuviera clases de recuperación, que era bastante a menudo. Volaba hacia su casa, con la ilusión de aquel bocata de chorizo pamplonica, de nocilla o de queso roquefort (su preferido, todo un regalo). Allá estaba su madre, esperándolo con los brazos abiertos, con un beso y el ansiado bocadillo. Lo devoraba como si no hubiese un mañana; se quitaba aquel uniforme de tela sintética que tanto le picaba en la piel y se ponía el chándal y las zapatillas; con el último bocado, ya estaba bajando de cuatro en cuatro los peldaños de las escaleras desde aquel quinto piso para bajar a la plaza, balón en mano.
Nunca faltaban los vecinos del barrio, nunca faltaba la emoción, a veces, peleas, que terminaban por mandar a uno u otro a casa llorando, en busca de mimos, mercromina y tirita y el disgusto consiguiente a esas madres que se dedicaban en cuerpo y alma a sus familias. Juan Carlos no tenía preocupaciones, si acaso, la cercanía de los exámenes, las tareas que casi nunca hacía, la lección que le preguntaría el profesor de Francés o el castigo del Coordinador por llegar tarde a clase (siempre a posta), que consistía en estar de pie en aquel pasillo, toda la hora perdida en silencio, acompañado casi siempre por los mismos compañeros.
Nunca entendió para qué servía aquello, era emocionante aguantar la risa y tirar bolitas de papel de aluminio para alcanzar al opresor, que usaba, sin éxito, la obligación de silencio como sistema de manipulación emocional. Cuando una de las bolitas le alcanzaba se giraba rabioso y castigaba al azar a cualquier sospechoso, lo que provocaba la carcajada de toda esa fila de adolescentes convirtiendo aquel terrible castigo en la juerga padre.
Definitivamente, era un método de castigo que, lejos de funcionar, se convertía en un regalo, comparado con aquellas clases infumables de Física y Química, en las que Juan Carlos, normalmente, echaba la siesta. Cómo podían poner esa clase a las 15.30 y con esa calefacción que, a más de uno -mientras fuera podía nevar- le provocaba esos terribles sabañones del exagerado contraste de temperaturas.
Era inevitable aquella siesta, como inevitables las respuestas y las visitas al Director en aquel colegio de Curas Agustinos. El mejor amigo de Juan Carlos era David “el culo de vaso”, un empollón gafotas simpático del que todos se reían y por el que, en más de una ocasión, terminaba a limpio puñetazo por defenderlo de los abusos e insultos del que era víctima un día sí y al otro también, fenómeno que hoy conocemos como bullying, pero que entonces no tenía nombre.
En aquel tiempo, Juan Carlos soñaba con el fin de curso, con las ansiadas vacaciones en el mediterráneo, donde era libre, donde el horario era amable y no había castigos, donde las heridas que dolían y dejaban cicatrices, le recordaron años más tarde su gozosa infancia.
Yo me pregunto qué recuerdos guardarán en un tiempo futuro los niños que no veo en mi plaza, hipnotizados entre pantallas, sin tiempo de observar el mar ni de pensarlo, sin pasar páginas de papel, acortando cada vez más esa maravillosa etapa de la inocencia, frustrados y pendientes de todo lo que no importa, insultados y golpeados -algunos- en las redes, empujados, en extremo, a partir para no volver.
Ojalá hubieras nacido en otro tiempo Mikel y hubieses brillado fuera de ese cielo que ahora te abriga.
Marta Salas