LUNES CRÍTICO
DULCE GRATITUD
En aquellos veranos no existían los días de la semana, igual daba que fuera martes que sábado. Pero había domingos, el referente dulce en aquella playa familiar, en un lugar del mediterráneo.
Cada domingo, sin excepción, el donut y el salitre. Así sabíamos en qué día de la semana vivíamos, sólo restábamos los que quedaban para correr a la hora del almuerzo hacia mi madre, que nos llamaba a gritos para salir del mar, con aquella caja de donuts que sujetaba con los brazos en alto.
También nos gustaba ir a misa, aunque fuera en catalán y estuviese acompañada de fondo por el sonido de los abanicos, que aliviaban el asfixiante ambiente de aquella sencilla Iglesia marinera. Sin excepción y cada vez tras la misa, el helado (el otro dulce referente).
Un donut y un helado eran los motivos por el que esperábamos ilusionados al ultimo día de la semana. Y así pasaban los veranos; llenos de libertad, de postillas en las carreras hacia ningún lado; de platos con deliciosas ensaladas de tomate y aquel pollastre a l'ast que devorábamos exhaustos de despreocupación y agotados de mar.
Cada final del odiado curso escolar, la recompensa.
Unos 13 donuts, unos 13 helados, unas 13 misas, unas 13 (o más) postillas que sumarían cicatrices de las buenas en nuestra piel; menos de 13 los disgustos (muchos menos), más de 13 los besos prohibidos (esos que nunca se olvidan).
Serían 13 veranos. Fueron. Son.
Soy, en parte, aquella suma de vacaciones. Me acompañan, me crecen por dentro, sin añoranzas, con gratitud.
De vez en cuando vuelvo al donut, cierro los ojos y veo a mi madre; siento la brisa en la cara, la sal en mi piel; a mis hermanos en la carrera hacia el dulce ("a ver quién llega antes...); a las excitantes, torpes y primeras experiencias de amor, besos desacompasados y cartas en el buzón.
Todo lo bueno me sabe a donut y sal. Ni tan mal.