SÍ, PERO TAMPOCO
LUNES CRÍTICO
Marta Salas
03:26 06/07/20
Se habían perdonado, pero no; se habían amado, pero tampoco; se quisieron, eso sí.
Los velos y las cortinas siempre acaban por abrirse, por destapar primero los ojos y después agrietar el corazón, o curarlo, también curarlo.
Colette decidió descorrer la distancia y observar con detenimiento lo andado, lo vivido y desvivido, y de golpe abrió aquella ventana al mundo exterior y tomó todo el aire que cabía en aquellos pulmones, al tiempo que tomaba la decisión.
Todo iba bien hasta que dejó de ser así. El desgaste, la rutina, los choques y la distancia que inevitablemente los separaba cada día más.
Alfredo era el hombre tranquilo, desde fuera, un buen hombre, afable, dispuesto siempre a hacerte el favor, pero carente de fuerza y valor para afrontar los baches de la vida. Él nunca pensó en los contratiempos , en las curvas cerradas, en los muros donde se estrellaría, en los obstáculos a sortear, en las zancadillas y en las malas loterías en esto del proceso del paso de su tiempo: su vida.
En su infancia, un conjunto letal de mimos y protección le hicieron sentirse poco responsable de las cosas que sucederían cuando fuera grande. La culpa siempre era de los demás, le engañaban y le llevaban por donde no debía ir, así decían sus progenitores.
Colette tuvo una infancia bien diferente. Creció en una familia muy numerosa, humilde, con muchas dosis de amor y ruido, con un aprendizaje más natural observando a su alrededor, con menos presión y menos atención; con castigos comprensibles que se cumplían sí o sí; le hacían ver lo que estaba mal sin culpar al ajeno; aunque fue siempre un desastre, estaba preparada para los vendavales y los altibajos futuros. Siempre tiró para adelante, a base de tropiezos y desventuras; a base de logros y venturas, a base de VIVIR.
Se gustaron, se atrajeron desde el segundo 0 ó 1. Iniciaron una relación basada en eso, en la atracción. Eran unos críos.
La pasión duró tanto que no dejó lugar a la realidad, ni siquiera a conocerse de verdad. Y se casaron, y, tiempo después, ella se cansó. Él quizás también, pero se acomodó.
Un accidente imprevisible del mediano de sus tres hijos los puso a prueba. Colette estuvo en primera línea de fuego; Alfredo se quedó en las trincheras, mirando justo en dirección contraria a los balazos, despistado, asustado, sin entrenamiento ni base para recorrer terrenos fangosos.
Cuando el crío salió a flote, casi dos años después, Colette, herida, pero aún muy viva, tomó la decisión, aquel día preciso en que descorrió las cortinas y su casa, su mirada y su corazón se llenaron de luz.
Y ante la adversidad, el contratiempo, las balas que no perdonan, tienes dos opciones: huir o luchar, ambas, muy humanas. Podemos hacer una mezcla valiente entre el drama, la esperanza y el combate; podemos mirar hacia otro lado y mezclar el despiste, la pereza emocional y el miedo, flaco favor este último "no recurso" para quien pide ayuda a gritos o en el más desesperado silencio.
Los velos y las cortinas siempre acaban por abrirse, por destapar primero los ojos y después agrietar el corazón, o curarlo, también curarlo.
Colette decidió descorrer la distancia y observar con detenimiento lo andado, lo vivido y desvivido, y de golpe abrió aquella ventana al mundo exterior y tomó todo el aire que cabía en aquellos pulmones, al tiempo que tomaba la decisión.
Todo iba bien hasta que dejó de ser así. El desgaste, la rutina, los choques y la distancia que inevitablemente los separaba cada día más.
Alfredo era el hombre tranquilo, desde fuera, un buen hombre, afable, dispuesto siempre a hacerte el favor, pero carente de fuerza y valor para afrontar los baches de la vida. Él nunca pensó en los contratiempos , en las curvas cerradas, en los muros donde se estrellaría, en los obstáculos a sortear, en las zancadillas y en las malas loterías en esto del proceso del paso de su tiempo: su vida.
En su infancia, un conjunto letal de mimos y protección le hicieron sentirse poco responsable de las cosas que sucederían cuando fuera grande. La culpa siempre era de los demás, le engañaban y le llevaban por donde no debía ir, así decían sus progenitores.
Colette tuvo una infancia bien diferente. Creció en una familia muy numerosa, humilde, con muchas dosis de amor y ruido, con un aprendizaje más natural observando a su alrededor, con menos presión y menos atención; con castigos comprensibles que se cumplían sí o sí; le hacían ver lo que estaba mal sin culpar al ajeno; aunque fue siempre un desastre, estaba preparada para los vendavales y los altibajos futuros. Siempre tiró para adelante, a base de tropiezos y desventuras; a base de logros y venturas, a base de VIVIR.
Se gustaron, se atrajeron desde el segundo 0 ó 1. Iniciaron una relación basada en eso, en la atracción. Eran unos críos.
La pasión duró tanto que no dejó lugar a la realidad, ni siquiera a conocerse de verdad. Y se casaron, y, tiempo después, ella se cansó. Él quizás también, pero se acomodó.
Un accidente imprevisible del mediano de sus tres hijos los puso a prueba. Colette estuvo en primera línea de fuego; Alfredo se quedó en las trincheras, mirando justo en dirección contraria a los balazos, despistado, asustado, sin entrenamiento ni base para recorrer terrenos fangosos.
Cuando el crío salió a flote, casi dos años después, Colette, herida, pero aún muy viva, tomó la decisión, aquel día preciso en que descorrió las cortinas y su casa, su mirada y su corazón se llenaron de luz.
Y ante la adversidad, el contratiempo, las balas que no perdonan, tienes dos opciones: huir o luchar, ambas, muy humanas. Podemos hacer una mezcla valiente entre el drama, la esperanza y el combate; podemos mirar hacia otro lado y mezclar el despiste, la pereza emocional y el miedo, flaco favor este último "no recurso" para quien pide ayuda a gritos o en el más desesperado silencio.