NÁUFRAGOS II
“Dónde vive usted? Dónde va?
Muéstreme su DNI inmediatamente!”.
A Imanol comenzaron a sudarle las manos, buscó nervioso en sus bolsillos y sacó su documento de identidad.
Él sólo iba a comprar la barra de pan para su abuela, pero el tono acusador de aquel policía municipal, le hizo sentirse culpable, quizás debido a su reciente pasado, había cumplido una pena de casi 6 meses en menores, por un altercado con el segurata de un bar de moda.
Después de mostrar su DNI, el Policía le dejó seguir su camino, ablandado por el ataque de pánico y el repentino llanto que invadieron al chaval. Imanol llevó el pan a su abuela Julia, lo dejó -tras timbrar al telefonillo-, como cada día, en el ascensor, pulsó el séptimo y después le mandó un beso en la distancia que había desde la plaza a la ventana desde donde la anciana hacía lo propio.
En aquellos días, todos estaban en el punto de mira, por las calles se podía ver a paseantes con sus perros, y otros cargados con pesadas bolsas de la compra, casi la totalidad con guantes y mascarillas, hecho que provocaba más temor en el ambiente. Las miradas de los que se esquivaban en direcciones contrarias eran de desconfianza, de recelo, de aborrecimiento. Imanol sentía que eso era peor que la cuestión del virus, las personas estaban entrando en un bucle de aprensión y sospecha en cuestión de pocos días, a excepción de algunos ancianos que caminaban tranquilos como si aquello no fuera con ellos, desprovistos de cualquier tipo de medida de seguridad, probablemente muchos ya habían visto lo suficiente en los tiempos de la guerra, en su infancia y su juventud, aquello les debía parecer una anécdota sin trascendencia.
“Qué tal hijo?” le preguntó David al llegar a casa.
“Bien papá, no había gente en la panadería”.
David, al igual que Silvia -su mujer- sufría un expediente de regulación temporal de empleo, ambos trabajaban en la misma fábrica de automóviles, allí se conocieron, en la cadena de montaje, que los encadenaría para siempre. En casa de Imanol se respiraba incertidumbre, nerviosismo y preocupación.
No quiso contarles el encontronazo con el Policía y se ofreció a ayudarles en las labores cotidianas, de limpieza, desinfección y fogones. Después de comer se sentarían a ver la tercera temporada de Breaking Bad, sin duda, el mejor rato del día, en el que se sentían como si nada ocurriera. Habían establecido una rutina, por recomendación de psicólogos, que hacía que los días pasasen más rápidos.
Aquella llamada a las 2.40 hrs cambió todo, a peor, porque todo podía ir a peor. Julia tenía fiebre y no tuvo otra alternativa que llamar a Silvia, la única hija que vivía en su ciudad, hasta hacía 4 días la anciana había estado saliendo a comprar el pan y la prensa, y aunque había tomado todas las precauciones establecidas, en algún momento fue contagiada por el bicho, que no diferenciaba entre personas, ni emociones, ni sentimientos, se alojaba a habitar, sin escrúpulos, entre los más débiles a veces, y entre los más valientes otras.
Imanol se sintió morir en una lucha entre la rabia, el desasosiego y la frustración de no poder acompañar a Julia en ese maldito viaje. Silvia comenzó entre temblores y ansiedad a llamar, sin éxito, al teléfono del Servicio del Consejo Sanitario, mientras Imanol hablaba, controlando su angustia, con su abuela, tratando de calmarla y haciéndola reír recordando anécdotas del abuelo. A las 4.30, por fin, atendieron la llamada y enviaron a un médico de atención domiciliaria a casa de Julia, para valorar su estado. Los casi 85 años que cumpliría al mes siguiente la abuela y la circunstancia de que vivía sola hicieron prioritaria la atención. Julia fue ingresada al amanecer con un diagnóstico bastante preocupante.
El silencio, sólo interrumpido por llantos, se quedó a habitar en los siguientes días tristes en ese número 19, tercero izquierda de aquella vacía calle, más vacía y gris que nunca.
Imanol se prometió a sí mismo y a ese Dios en el que no creía (pero sí su abuela), que cambiaría, que sería un hombre de provecho, que haría por trabajar, por volver a estudiar, que dejaría su baile con las drogas, si la abuela salía de esta. La devoción que sentía hacia ella no tenía medida, tenía el corazón roto, el dolor y la frustración se hicieron insoportables. Había algo indefinible que le hacía enorgullecerse de ese sentimiento de amor incondicional hacia su abuela, esa comprensión y complicidad que ella le mostró desde chiquito, ella sabía que Imanol era especial y diferente, sin preguntas, cuestionarios ni interrogatorios.
A las dos semanas del ingreso, Julia salía en las noticias, era la segunda mujer más anciana de la provincia en haber salido a planta desde la UCI de aquel caótico hospital. En casa, no esperaron a las Navidades para abrir aquel champán francés que tenían aguardando a la próxima Noche Vieja.
Hay personas que se convierten, sin saberlo, en nuestra tabla de salvación. A veces, la suerte o el destino, las ponen en tu camino como una cuerda que te permite salir de la oscuridad del pozo donde uno cae o es empujado, o, donde, simplemente, decide dejar de rendir cuentas al acreedor que acecha en esa luz que le ciega. Imanol, miro al cielo, instintivamente, y dijo: “abuelo, vas a tener que esperar, al menos, una eternidad más”.
Marta Salas