LUNES CRÍTICO
DES/ESTRELLADA
Marta Salas
08:23 18/05/20
Y llegó la fase 1 del baile de las marionetas.
Todos los fantoches salieron en tropel por la ciudad. Parecían hormigas obreras, por el modo de apiñarse, no por el orden y la seriedad de estas trabajadoras incansables.
Como si no hubiese un mañana -que está por ver- ocuparon las terrazas en ese día de sol, sin respetar ningún tipo de seguridad ni normas dictados por los titiriteros.
En la plaza principal y céntrica de la ciudad, se formaban puzzles entre personas muy mayores, personas mayores, adultos borrachos, adolescentes fuera de si y niños y niñas con patinetes, bicis y pelotas sin control. Al creador de “dónde está Wally?” le hubiese inspirado muchísimo aquel cuadro de infelices.
Yo pasaba por los porches, Nikon en mano, con guantes (ahora se que son absurdos), mascarilla casera con muchas capas de tela y salvaslip interior a modo de filtro (en fin) y sombrero calado hasta la nariz, para no ser reconocida.
Precisamente ese aspecto era el que me delataba, yo formaba parte de esa infelicidad en masa, pero con otras pretensiones bien diferentes. Me había acercado a ver si algún valiente ocupaba algunas de las terrazas dispuestas, con pocas miras de éxito, ese día en aquella Plaza del Alcázar.
No di crédito ante el espectáculo, no pude enfocar ninguna imagen, pues la vista se me nubló, las manos comenzaron a sudar a mares y una sensación de detestar al ser humano me invadió de un modo atroz.
Tuve que salir a la carrera para refugiarme en algún lugar donde no hubiese bares ni títeres.
Me senté valiente en un banco, sin poner un periódico ni nada. Estaba aturdida y pensé en el valor de la vida de todos los que ya no estaban. Pensé en Elena, en Charo, en Cristina, en Pedro, en Mikel, en todos y cada uno de ellos; pensé también en mi padre que se marchó mucho tiempo antes de que comenzase la función; pensé en mi madre, que había cumplido de modo extremo cada indicación de los saltimbanquis y en la posibilidad de que, en su paseo de 15 minutos diario, pudiese cruzarse en su camino alguna de las marionetas que había visto en la Plaza y le diese el Pasaporte hacia el “País de Nunca Más”.
El pulso que se desató en mi mente lo ganó la tristeza. La tristeza es más fuerte que la rabia en mi ring interior.
Y después de maldecir a las marionetas y a los titiriteros, comencé a llorar, por primera vez en este Estado de Alarma y pensé que esa acepción nunca pudo ser más acertada.
Nunca imaginé que una escena tan alegre, tan festiva, tan soleada pudiera conseguir provocarme tanto asco.
No cambiamos, necesitamos más castigo, más miedo, más lluvia.
De momento, llueve, llueve a mares.
Ahora toca esperar el balance numérico y negro de los que partirán tras el baile de las marionetas.
Y no podremos despedir a Gepetto, que se irá solo y aterrado y dejará desolados y hundidos a miles de Pinochos.
Todos los fantoches salieron en tropel por la ciudad. Parecían hormigas obreras, por el modo de apiñarse, no por el orden y la seriedad de estas trabajadoras incansables.
Como si no hubiese un mañana -que está por ver- ocuparon las terrazas en ese día de sol, sin respetar ningún tipo de seguridad ni normas dictados por los titiriteros.
En la plaza principal y céntrica de la ciudad, se formaban puzzles entre personas muy mayores, personas mayores, adultos borrachos, adolescentes fuera de si y niños y niñas con patinetes, bicis y pelotas sin control. Al creador de “dónde está Wally?” le hubiese inspirado muchísimo aquel cuadro de infelices.
Yo pasaba por los porches, Nikon en mano, con guantes (ahora se que son absurdos), mascarilla casera con muchas capas de tela y salvaslip interior a modo de filtro (en fin) y sombrero calado hasta la nariz, para no ser reconocida.
Precisamente ese aspecto era el que me delataba, yo formaba parte de esa infelicidad en masa, pero con otras pretensiones bien diferentes. Me había acercado a ver si algún valiente ocupaba algunas de las terrazas dispuestas, con pocas miras de éxito, ese día en aquella Plaza del Alcázar.
No di crédito ante el espectáculo, no pude enfocar ninguna imagen, pues la vista se me nubló, las manos comenzaron a sudar a mares y una sensación de detestar al ser humano me invadió de un modo atroz.
Tuve que salir a la carrera para refugiarme en algún lugar donde no hubiese bares ni títeres.
Me senté valiente en un banco, sin poner un periódico ni nada. Estaba aturdida y pensé en el valor de la vida de todos los que ya no estaban. Pensé en Elena, en Charo, en Cristina, en Pedro, en Mikel, en todos y cada uno de ellos; pensé también en mi padre que se marchó mucho tiempo antes de que comenzase la función; pensé en mi madre, que había cumplido de modo extremo cada indicación de los saltimbanquis y en la posibilidad de que, en su paseo de 15 minutos diario, pudiese cruzarse en su camino alguna de las marionetas que había visto en la Plaza y le diese el Pasaporte hacia el “País de Nunca Más”.
El pulso que se desató en mi mente lo ganó la tristeza. La tristeza es más fuerte que la rabia en mi ring interior.
Y después de maldecir a las marionetas y a los titiriteros, comencé a llorar, por primera vez en este Estado de Alarma y pensé que esa acepción nunca pudo ser más acertada.
Nunca imaginé que una escena tan alegre, tan festiva, tan soleada pudiera conseguir provocarme tanto asco.
No cambiamos, necesitamos más castigo, más miedo, más lluvia.
De momento, llueve, llueve a mares.
Ahora toca esperar el balance numérico y negro de los que partirán tras el baile de las marionetas.
Y no podremos despedir a Gepetto, que se irá solo y aterrado y dejará desolados y hundidos a miles de Pinochos.