LA CAL DE LA VIDA
Marta Salas
10:22 20/01/20
Cuando adquieres esas mamparas que cuestan un riñón, te prometes que las mimarás, las mantendrás impolutas, relucientes. Así son los comienzos, ilusionantes, prometedores y firmes, como todo lo que se inicia en esto de la vida, de modo fantasioso y con la ilusión que requiere un sueño, un nuevo camino, por el crecimiento de uno mismo o por cumplir lo que se supone que se espera de una misma.
Al principio, cuidas la mampara, porque ha supuesto un golpe importante en tu bolsillo, y la mantienes brillante, hasta que esa tonta ocupación es sustituida por infortunios tales como un aumento de peso o una amiga que te traiciona o una persona que te hace perder tu tiempo, tu energía y tu libertad o una enfermedad de alguien vital para tí, o un malentendido con aquel vecino amable, o un embarazo por sorpresa o productos que caducan en la despensa o tantas cosas más.
La mampara ya no te importa, está ahí, evitando que el agua de la ducha no empape el suelo del cuarto de baño: ese era su cometido. Ella va acumulando cal, moho en el hueco de los rieles y en el límite de sus marcos, ya no te importa, ya no es bonita, ya no brilla, ya has dejado de cuidarla, también de cuidarte. Por circunstancias, que no vienen a cuento, tienes que estar en casa encerrada unos días, cuando eres de las que se excusan para salir todo el rato a la calle. Comienzas a dar vueltas por la casa y te topas con la mampara, mate, blanca, repugnante y decides limpiar esa cal, una salida al obligado encierro. Miras en internet remedios mágicos y comienza la obsesión: vinagre blanco (3 partes), agua (1 parte), el zumo de un limón y 3 cucharas soperas de bicarbonato sódico, todo ello en un envase dosificador. Con esto ya te vienes para arriba, te pones a ello y te ciegas en la labor. Comienzas con el vinagre que impregna el ambiente de toda la casa, el zumo del limón, el agua y, por último el bicarbonato. La “receta mágica” que has leído en internet, no te advierte del efecto gasificante del último ingrediente y al añadirlo, un tsunami en forma de espuma blanca comienza a subir a la velocidad del rayo por la boca del recipiente, cae sobre tí, como si estuviera minuciosamente programada para ello, aumenta la velocidad y la mala leche y se convierte en un aspersor maldito que alcanza el techo, las paredes y todo lo que encuentra a su alcance. Te sientes como en un ring, con aquel recipiente en las manos, eres el perdedor, toda la mezcla mágica va desapareciendo del dosificador y encuentra destino en todas partes menos en la mampara, le insultas, le gritas “para ya!!”, empiezas a reírte (de ti misma) porque comienzas a ver la imagen desde fuera, y todo se desmorona: la dignidad, los sueños; esos dos kilos que te sobraban -que ya son ocho-; la traición de la amiga -que ya no es, ni traición ni amiga; la persona que te ocupaba la cabeza -que ya sólo es una sábana blanca, vacía-; la enfermedad que ya venció a tu ser amado; la hija que ya se fue sin dar las gracias; los productos que te comiste caducados y que tan bien te engordaron. Y así pasa la vida, y se van incrustando los acontecimientos (como esa cal en la mampara) y, al contrario que en los posos de un café turco donde puedes leer el futuro, la maldita cal te recuerda, insolente, cada piedra en el camino y esa sábana blanca que ya se llevó un viento sur y esos tiempos pasados que no fueron mejores pero que añoras porque ya no serán más.
Al principio, cuidas la mampara, porque ha supuesto un golpe importante en tu bolsillo, y la mantienes brillante, hasta que esa tonta ocupación es sustituida por infortunios tales como un aumento de peso o una amiga que te traiciona o una persona que te hace perder tu tiempo, tu energía y tu libertad o una enfermedad de alguien vital para tí, o un malentendido con aquel vecino amable, o un embarazo por sorpresa o productos que caducan en la despensa o tantas cosas más.
La mampara ya no te importa, está ahí, evitando que el agua de la ducha no empape el suelo del cuarto de baño: ese era su cometido. Ella va acumulando cal, moho en el hueco de los rieles y en el límite de sus marcos, ya no te importa, ya no es bonita, ya no brilla, ya has dejado de cuidarla, también de cuidarte. Por circunstancias, que no vienen a cuento, tienes que estar en casa encerrada unos días, cuando eres de las que se excusan para salir todo el rato a la calle. Comienzas a dar vueltas por la casa y te topas con la mampara, mate, blanca, repugnante y decides limpiar esa cal, una salida al obligado encierro. Miras en internet remedios mágicos y comienza la obsesión: vinagre blanco (3 partes), agua (1 parte), el zumo de un limón y 3 cucharas soperas de bicarbonato sódico, todo ello en un envase dosificador. Con esto ya te vienes para arriba, te pones a ello y te ciegas en la labor. Comienzas con el vinagre que impregna el ambiente de toda la casa, el zumo del limón, el agua y, por último el bicarbonato. La “receta mágica” que has leído en internet, no te advierte del efecto gasificante del último ingrediente y al añadirlo, un tsunami en forma de espuma blanca comienza a subir a la velocidad del rayo por la boca del recipiente, cae sobre tí, como si estuviera minuciosamente programada para ello, aumenta la velocidad y la mala leche y se convierte en un aspersor maldito que alcanza el techo, las paredes y todo lo que encuentra a su alcance. Te sientes como en un ring, con aquel recipiente en las manos, eres el perdedor, toda la mezcla mágica va desapareciendo del dosificador y encuentra destino en todas partes menos en la mampara, le insultas, le gritas “para ya!!”, empiezas a reírte (de ti misma) porque comienzas a ver la imagen desde fuera, y todo se desmorona: la dignidad, los sueños; esos dos kilos que te sobraban -que ya son ocho-; la traición de la amiga -que ya no es, ni traición ni amiga; la persona que te ocupaba la cabeza -que ya sólo es una sábana blanca, vacía-; la enfermedad que ya venció a tu ser amado; la hija que ya se fue sin dar las gracias; los productos que te comiste caducados y que tan bien te engordaron. Y así pasa la vida, y se van incrustando los acontecimientos (como esa cal en la mampara) y, al contrario que en los posos de un café turco donde puedes leer el futuro, la maldita cal te recuerda, insolente, cada piedra en el camino y esa sábana blanca que ya se llevó un viento sur y esos tiempos pasados que no fueron mejores pero que añoras porque ya no serán más.
Por MARTA SALAS