AHORA
LUNES CRÍTICO
Marta Salas
10:25 15/06/20
Cuando escuchó el diagnóstico, su corazón se aceleró de un modo arítmico y suelto, su mente se quedó en gris y esbozó una mueca parecida a una sonrisa, era la incredulidad.
Volvió lenta a casa, los pasos torpes, desacompasados y en su mente, sus hijas, su madre y sus hermanos, sobrinos, amigos fieles, la luna, los atardeceres, la sensación del sol en la espalda, su cama -cuando en ella había fiesta y siesta- su padre que ya no estaba, como ella, que dejaría de estar.
Llegó a su plaza y se dio media vuelta. No se veía capaz de subir a casa.
Decidió dirigirse a los jardines, lucía el sol, se sentaría a tomar una cerveza tostada y vería pasar el tiempo. Ese que había perdido su sentido hacía apenas 30 minutos, en aquella consulta del hospital.
Se sentó en la única mesa libre, la más soleada, parecía estar dispuesta para ella.
Degustó aquella cerveza helada con los ojos cerrados, a pesar del miedo y la inseguridad que le provocaba siempre la falta de luz.
Tras cuatro cervezas y una dedicación exclusiva a la observación de los ires y venires de aquellas personas que no desocupaban las mesas, escuchar conversaciones ajenas, sonrió abiertamente al ver cómo el camarero se secaba el sudor de la calva con el mismo trapo con el que desinfectaba las mesas en esa fase 3, fue el único instante en que volvió a pisar suelo y situarse en el lugar.
No atendió las llamadas del móvil, ni siquiera miró la pantalla. Todos a los que importaba se preguntarían por el resultado de las pruebas. Leire estaba muy cansada hacía mucho tiempo, sabía que algo no funcionaba en su engranaje, pero se hacía la loca y se volcaba con los suyos, con sus motores.. sólo en algún momento de cordura pensó en lo mal que había hecho en no actuar a tiempo.
Pasadas más de 6 horas llegó a casa, en un estado moderado de embriaguez. Sus hijas la esperaban en silencio, la miraron y se abalanzaron sobre ella llorando, entendiendo lo obvio.
No había nada que añadir, en ocasiones, sólo caben las lágrimas, los abrazos, los silencios, la complicidad y el amor inmenso.
Leire sentía una extraña mezcla de aflicción y pereza. Ella, que odiaba planificar, se vio hundida al pensar en la obligación de ordenarlo todo en el tiempo que le restaba. Pensó que era una pérdida de tiempo, ahora que el tiempo era incierto. Tendría que cerrar las puertas entreabiertas, o abrirlas de par en par; tendría que pedir perdón y dar las gracias; tendría que hacer el amor por última vez -se lo debía-; tendría que mirar a los ojos de su madre y despedirse en silencio; tendría que hacer una fiesta con los hermanos (aquello lo dijo siempre, ahora tocaba cumplir); tendría que dar la mala noticia a sus amigos -lo haría de un modo divertido, no terminaría su tiempo defraudando-, incluso a sus enemigos, sin ellos, no hubiese evolucionado, nos vienen bien los golpes, las caídas y los referenciales.
Si llega, si llama a mi puerta, si me invita al último baile, saldré a bailar, me bajaré del ring y os abrazaré, a todos, si me da tiempo.
A Pau Donés, a su música, a su valentía y a su aportación generosa a este mundo ruin.
Volvió lenta a casa, los pasos torpes, desacompasados y en su mente, sus hijas, su madre y sus hermanos, sobrinos, amigos fieles, la luna, los atardeceres, la sensación del sol en la espalda, su cama -cuando en ella había fiesta y siesta- su padre que ya no estaba, como ella, que dejaría de estar.
Llegó a su plaza y se dio media vuelta. No se veía capaz de subir a casa.
Decidió dirigirse a los jardines, lucía el sol, se sentaría a tomar una cerveza tostada y vería pasar el tiempo. Ese que había perdido su sentido hacía apenas 30 minutos, en aquella consulta del hospital.
Se sentó en la única mesa libre, la más soleada, parecía estar dispuesta para ella.
Degustó aquella cerveza helada con los ojos cerrados, a pesar del miedo y la inseguridad que le provocaba siempre la falta de luz.
Tras cuatro cervezas y una dedicación exclusiva a la observación de los ires y venires de aquellas personas que no desocupaban las mesas, escuchar conversaciones ajenas, sonrió abiertamente al ver cómo el camarero se secaba el sudor de la calva con el mismo trapo con el que desinfectaba las mesas en esa fase 3, fue el único instante en que volvió a pisar suelo y situarse en el lugar.
No atendió las llamadas del móvil, ni siquiera miró la pantalla. Todos a los que importaba se preguntarían por el resultado de las pruebas. Leire estaba muy cansada hacía mucho tiempo, sabía que algo no funcionaba en su engranaje, pero se hacía la loca y se volcaba con los suyos, con sus motores.. sólo en algún momento de cordura pensó en lo mal que había hecho en no actuar a tiempo.
Pasadas más de 6 horas llegó a casa, en un estado moderado de embriaguez. Sus hijas la esperaban en silencio, la miraron y se abalanzaron sobre ella llorando, entendiendo lo obvio.
No había nada que añadir, en ocasiones, sólo caben las lágrimas, los abrazos, los silencios, la complicidad y el amor inmenso.
Leire sentía una extraña mezcla de aflicción y pereza. Ella, que odiaba planificar, se vio hundida al pensar en la obligación de ordenarlo todo en el tiempo que le restaba. Pensó que era una pérdida de tiempo, ahora que el tiempo era incierto. Tendría que cerrar las puertas entreabiertas, o abrirlas de par en par; tendría que pedir perdón y dar las gracias; tendría que hacer el amor por última vez -se lo debía-; tendría que mirar a los ojos de su madre y despedirse en silencio; tendría que hacer una fiesta con los hermanos (aquello lo dijo siempre, ahora tocaba cumplir); tendría que dar la mala noticia a sus amigos -lo haría de un modo divertido, no terminaría su tiempo defraudando-, incluso a sus enemigos, sin ellos, no hubiese evolucionado, nos vienen bien los golpes, las caídas y los referenciales.
Si llega, si llama a mi puerta, si me invita al último baile, saldré a bailar, me bajaré del ring y os abrazaré, a todos, si me da tiempo.
A Pau Donés, a su música, a su valentía y a su aportación generosa a este mundo ruin.