OPINIÓN - ALGUNAS REFLEXIONES TRAS UN AÑO DE PANDEMIA
Quien nos iba a decir hace más de un año que nos íbamos a ver en esta situación. Difícil solamente imaginarlo. Eso de que el mundo se ve atacado por un terrible virus que amenaza la existencia del ser humano era cosa de películas de ciencia ficción. Imposible creer que ocurriera.
Pero sucedió. Y aquí estamos un año después sin haber conseguido salir de esta tremenda situación. ¿Hemos sacado algún aprendizaje de esta dura experiencia? Cuando empezó todo esto, aún sin imaginar las dimensiones que iba a alcanzar, algunos pensábamos en que por lo menos, a lo mejor, nos permitiría darnos cuenta de que no podemos seguir así, que hay que cambiar de rumbo en no pocas cuestiones. Y de que el actual modelo de crecimiento, depredador de recursos y generador de impactos ambientales globales y locales muy graves, es incompatible con la salvaguarda del planeta Tierra.
Si bien no se sabe el origen exacto de la covid-19, todas las certezas científicas del momento apuntan a la pérdida de biodiversidad generada por actividades económicas como la deforestación, el comercio y la cría intensiva de especies animales. Naciones Unidas ha advertido de cómo las agresiones contra la Tierra y el deterioro de los ecosistemas está llevando a la humanidad a una nueva era marcada por la aparición de epidemias. Tanto es así que el último informe del IPBES (Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de Ecosistemas) señala que en la naturaleza hay 1,7 millones de virus desconocidos que podrían saltar a la especie humana en cualquier momento en un proceso de zoonosis.
En el del origen de la pandemia, está la destrucción de la naturaleza en la que las civilizaciones modernas se han visto inmersas. Así, es un bosque, en el que hay poblaciones de mamíferos y aves, hay biodiversidad, que no es otra cosa que un escudo protector que pone distancias entre el ser humano y los patógenos que se concentran en los reservorios naturales. Por tanto, como elemento clave en la transmisión del virus, está la pésima situación de nuestros ecosistemas, y en especial el descenso de la biodiversidad, cada vez mayor.
Se ha visto además que las desigualdades sociales o la mala calidad del aire influyen en los efectos que provocan estas enfermedades en las personas, como ha sido en el caso de la COVID-19, ya que la contaminación ambiental, y especialmente la atmosférica, debilita nuestro sistema respiratorio y facilitan un mayor daño del virus.
En la pérdida de biodiversidad y el incremento de riesgos de zoonosis, está también el cambio climático provocado por la actividad económica basada en la quema intensiva de combustibles fósiles y el cambio de usos de la tierra. La subida de temperaturas del planeta resulta crucial para entender la propagación de la Covid, tal y como apunta una investigación reciente de Science of the Total Environment, que detalla cómo los cambios en el termómetro han terminado alterando los ecosistemas de tal forma que las poblaciones de murciélagos -animal que sirve de reservorio de diversos tipos de coronavirus- se desplazaran de Myanmar o Laos hacia Yunnan, China.
Romper los equilibrios ecológicos tienen consecuencias muy graves para el ser humano y esta ha sido una sólo una de ellas, aunque posiblemente la que hemos “palpado” más de cerca. Una importante llamada de atención que nos ha hecho la naturaleza.
Pero volviendo a este año de pandemia, en cuanto nos vimos encerrados en nuestras casas, se vieron rápidamente las consecuencias beneficiosas de semejante parón en algunas cuestiones, como que, dejaron de hacerse la media de 180.000 vuelos que a diario atravesaban nuestros cielos generando cantidades ingentes de contaminación. Ya no había grandes cruceros, que, como ciudades flotantes que son, con un elevado consumo energético, contaminación y generación de toneladas de residuos, producían un altísimo impacto en nuestros mares y océanos. Disminuyó drásticamente el transporte, principal fuente de gases de efecto invernadero que provocan el cambio climático, debido a las restricciones a los viajes, la reducción de los desplazamientos al trabajo, el cierre de escuelas, el bloqueo del turismo y de los viajes de negocios.
Todo ello fue un momento de respiro ambiental. Alrededor de un 50% menos de los niveles de contaminación del aire. Una importante bajada en la emisión de gases de efecto invernadero. La reducción general de la carga de contaminación del agua en diferentes partes del mundo. Sin máquinas, vehículos o trabajos de construcción la contaminación acústica, con impactos muy adversos para la vida, también se vio ampliamente aminorada. La disminución del tráfico ilegal de fauna salvaje. Obviamente también la bajada de la demanda de energía y en consecuencia los efectos adversos de su consumo. El Planeta respiró por unos cuantos días. Pero ha sido una cuestión pasajera.
En todo este tiempo hemos aprendido muchísimo de desinfección, de tecnologías de comunicación a distancia, de nuevas formas de trabajar, de tipos de mascarillas, de virología, de nuevas alternativas de entretenimiento, etcétera, pero no se ha ido a la raíz del problema. El sistema de crecimiento económico se está topando con los límites físicos del planeta, del que cada vez quedan menos recursos que extraer. Los estragos causados por la Covid deberían bastar para que la humanidad aprenda una lección valiosa sobre la importancia de la biodiversidad. Un año después del estallido de la pandemia, los datos no hacen ver que las cosas puedan cambiar.
Cuando la Covid llegó hace un año, los cimientos del sistema económico se tambalearon. Las grandes ciudades se vaciaron, los hospitales colapsaron y las economías nacionales se desplomaron. En cierto modo, la pandemia es un espejo que devuelve el reflejo destructivo de la actividad humana. Ahora, la luz que anuncia el final del túnel no aparece como muy cercana, y la pregunta, tras este mal sueño, es si la nueva normalidad traerá una vacuna para los ecosistemas.
Julen Rekondo, experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente