RIESGOS LABORALES
29 de junio de 2020 (11:22 h.)
LUNES CRÍTICO
Victoria escuchó aquel despertador a las 7.15, aunque ya llevaba casi 3 horas despierta. Era su primer día de trabajo.
Se enfundó un traje clásico gris, una correcta camisa blanca y unos zapatos planos nuevos de cordón (que ya le hicieron roces antes de llegar a aquel enorme edificio).
Pulsó con las manos sudadas y temblorosas el botón que indicaba la séptima planta. Su corazón se aceleró por momentos, el ascensor paró en el segundo y en el cuarto antes de llegar a su destino.
Tomó aire y entró en aquellas amplias y luminosas oficinas. Se presentó con una sonrisa forzada y fue presentada a los que serían sus compañeros, nada menos que 35.
Pasó al despacho de la jefa de la sección administrativa y allí le explicaron cuál sería su función, su sueldo y los periodos vacacionales. No comprendió nada, su función se le escapaba de sus nulos conocimientos en materia de fiscalización, el sueldo y las vacaciones le parecieron desorbitados, esto, lejos de alegrarle, hicieron aumentar más sus nervios. Victoria no estaba preparada para ese trabajo, aunque en la preselección hubiese sacado la mejor calificación, la suerte de esas pruebas test donde eliges al azar la respuesta A, B o C. Un test psicológico, unas pruebas de matemáticas y otras de inteligencia espacial (en eso sí era diestra).
Le explicaron aquel día un montón de conceptos desconocidos para ella, con una naturalidad de quien espera que el receptor entiende lo que escucha.
Le dijeron que echara un vistazo a los archivos y documentos de los informes en el ordenador y que, conforme fuera pillando el asunto, mirara también los enormes muebles de cajones donde se archivaban los trabajos ya encuadernados.
Por momentos pensó que prefería estar perdida entre los angostos corredores del laberinto del hotel Overlook, aún siendo perseguida por un enloquecido Jack Torrance.
Pasó sentada frente al que sería su ordenador, unas dos horas que parecieron veinte. Nadie la miraba, pero ella cumplía el papel aparente de una excelente administrativa, moviendo el ratón arriba y abajo, concentrada en el parpadeo del cursor y con la vista completamente nublada. Desde que había entrado a aquel lugar a las 8 de la mañana, no había comprendido absolutamente nada, a excepción del asunto del sueldo y la vacación (muy por encima de lo que nunca había imaginado).
Cuando sonaba ese enorme teléfono lleno de letras y números que correspondían a los más de 12 despachos de aquella institución, miraba a su alrededor y se escondía o acudía corriendo con cara de apuro al WC. En una de las llamadas tuvo la desgracia de ser vista por un jefazo y tuvo que descolgar aquel teléfono. Preguntaban por un tal Repáraz, de Contabilidad, ella no conocía a ese señor y preguntó al jefazo qué botón tenía que pulsar para pasar la llamada al tal Repáraz. Pulsó el 4 al ser informada. Al otro lado, el susodicho, le dijo a ver cuál era el asunto, por tanto, tenía que volver a la llamada externa y preguntar para después informar... el asunto, evidentemente no lo entendió, ni siquiera fue capaz de memorizarlo, dos corros de sudor comenzaban a marcar su impoluta camisa blanca; tampoco ya recordaba el número de Repáraz, estaba entrando en un pánico propio del que se siente perseguido por un Miura en un callejón sin salida. Al ver que el jefazo ya no andaba por ahí, simplemente cortó la llamada, la externa y también la interna. Y se fue al WC de nuevo con una preocupante hiperventilación... el sueldo ya no le parecía tan alto, tenía la sensación de que ese lugar sería su tumba.
Apareció Adela, su Angel de la Guarda, compañera que ocupaba el mismo puesto que ella, pero con varios años de experiencia. En un intento de pedir socorro, le explicó que lo estaba pasando bastante mal. Que no comprendía una mierda de todo eso y le provocó un ataque de risa que pactó para siempre una bonita amistad.
Victoria no encontró su tumba en aquel lugar, muy al contrario, empatizó, disfrutó, trabajó y, aunque nunca llegó a entender bien todos los entresijos, dejó un buen sabor de boca, y, cada vez que se cruza hoy con viejos compañeros, no faltan los abrazos y, si hay tiempo, recuerdan aquellos tiempos pasados, que, quizás no son mejores, pero saben a dulce caramelo.
Qué difíciles son los comienzos, tan delirantes, tan vertiginosos, con tantas sensaciones de peligros imaginarios, las reacciones de estrés, la liberación de sustancias químicas que nos provocan alteraciones en el ritmo cardíaco, tanto descontrol. Y qué bonito también, recoger el fruto habiendo dado el esquinazo a Jack Torrance y a ese Miura que no quería otra cosa que hacer justicia.
Se enfundó un traje clásico gris, una correcta camisa blanca y unos zapatos planos nuevos de cordón (que ya le hicieron roces antes de llegar a aquel enorme edificio).
Pulsó con las manos sudadas y temblorosas el botón que indicaba la séptima planta. Su corazón se aceleró por momentos, el ascensor paró en el segundo y en el cuarto antes de llegar a su destino.
Tomó aire y entró en aquellas amplias y luminosas oficinas. Se presentó con una sonrisa forzada y fue presentada a los que serían sus compañeros, nada menos que 35.
Pasó al despacho de la jefa de la sección administrativa y allí le explicaron cuál sería su función, su sueldo y los periodos vacacionales. No comprendió nada, su función se le escapaba de sus nulos conocimientos en materia de fiscalización, el sueldo y las vacaciones le parecieron desorbitados, esto, lejos de alegrarle, hicieron aumentar más sus nervios. Victoria no estaba preparada para ese trabajo, aunque en la preselección hubiese sacado la mejor calificación, la suerte de esas pruebas test donde eliges al azar la respuesta A, B o C. Un test psicológico, unas pruebas de matemáticas y otras de inteligencia espacial (en eso sí era diestra).
Le explicaron aquel día un montón de conceptos desconocidos para ella, con una naturalidad de quien espera que el receptor entiende lo que escucha.
Le dijeron que echara un vistazo a los archivos y documentos de los informes en el ordenador y que, conforme fuera pillando el asunto, mirara también los enormes muebles de cajones donde se archivaban los trabajos ya encuadernados.
Por momentos pensó que prefería estar perdida entre los angostos corredores del laberinto del hotel Overlook, aún siendo perseguida por un enloquecido Jack Torrance.
Pasó sentada frente al que sería su ordenador, unas dos horas que parecieron veinte. Nadie la miraba, pero ella cumplía el papel aparente de una excelente administrativa, moviendo el ratón arriba y abajo, concentrada en el parpadeo del cursor y con la vista completamente nublada. Desde que había entrado a aquel lugar a las 8 de la mañana, no había comprendido absolutamente nada, a excepción del asunto del sueldo y la vacación (muy por encima de lo que nunca había imaginado).
Cuando sonaba ese enorme teléfono lleno de letras y números que correspondían a los más de 12 despachos de aquella institución, miraba a su alrededor y se escondía o acudía corriendo con cara de apuro al WC. En una de las llamadas tuvo la desgracia de ser vista por un jefazo y tuvo que descolgar aquel teléfono. Preguntaban por un tal Repáraz, de Contabilidad, ella no conocía a ese señor y preguntó al jefazo qué botón tenía que pulsar para pasar la llamada al tal Repáraz. Pulsó el 4 al ser informada. Al otro lado, el susodicho, le dijo a ver cuál era el asunto, por tanto, tenía que volver a la llamada externa y preguntar para después informar... el asunto, evidentemente no lo entendió, ni siquiera fue capaz de memorizarlo, dos corros de sudor comenzaban a marcar su impoluta camisa blanca; tampoco ya recordaba el número de Repáraz, estaba entrando en un pánico propio del que se siente perseguido por un Miura en un callejón sin salida. Al ver que el jefazo ya no andaba por ahí, simplemente cortó la llamada, la externa y también la interna. Y se fue al WC de nuevo con una preocupante hiperventilación... el sueldo ya no le parecía tan alto, tenía la sensación de que ese lugar sería su tumba.
Apareció Adela, su Angel de la Guarda, compañera que ocupaba el mismo puesto que ella, pero con varios años de experiencia. En un intento de pedir socorro, le explicó que lo estaba pasando bastante mal. Que no comprendía una mierda de todo eso y le provocó un ataque de risa que pactó para siempre una bonita amistad.
Victoria no encontró su tumba en aquel lugar, muy al contrario, empatizó, disfrutó, trabajó y, aunque nunca llegó a entender bien todos los entresijos, dejó un buen sabor de boca, y, cada vez que se cruza hoy con viejos compañeros, no faltan los abrazos y, si hay tiempo, recuerdan aquellos tiempos pasados, que, quizás no son mejores, pero saben a dulce caramelo.
Qué difíciles son los comienzos, tan delirantes, tan vertiginosos, con tantas sensaciones de peligros imaginarios, las reacciones de estrés, la liberación de sustancias químicas que nos provocan alteraciones en el ritmo cardíaco, tanto descontrol. Y qué bonito también, recoger el fruto habiendo dado el esquinazo a Jack Torrance y a ese Miura que no quería otra cosa que hacer justicia.