PUZZLES
Martín colocó la última pieza de aquel gigante puzzle de un campo de amapolas. Entusiasmado, lo encoló y lo mandó encuadrar. Así pensó que nunca le faltaría un paisaje en aquel piso interior, cuya única ventana daba a un oscuro patio vecinal en donde era frecuente escuchar discusiones y problemas en forma de lamentos.
Amarró a todas esas amapolas que formaban el paisaje y colocó el enorme cuadro en su salón. Con unos focos bien colocados simularía la luz del sol en aquel gris habitáculo.
Así, erróneamente pensó que daría vida a la estancia.
Martín estaba solo. En su periplo por la vida, tenia la manía de juntar piezas de puzzle y pegarlas para siempre. La humedad y la falta de ventilación provocaron una especie de condensación que hizo que aquel campo de amapolas sufriera en sus tonos rojos y verdes, una decoloración hacia colores más propios de un paisaje triste y seco. El rojo se tornó en un extraño marrón y el verde adquirió un tono grisáceo, feo.
Observando en los días siguientes, el cambio de colores de su falso paisaje en su falsa ventana se acordó de todos los paisajes de su vida. De todos los amigos que lo fueron dejando, de aquella que fuera su primera y única mujer, de aquella familia que un día lo quería y al otro no, que le exigía, desde bien pequeño, pegar las piezas de sus puzzles, para atrapar y mantener firme los propósitos y los resultados del trabajo y las conquistas en su rutinaria vida. Martín, así como tantos ciegos, pensaba que conseguiría mantener y atrapar a las cosas, a las personas y a los recuerdos con pegamentos definitivos.
Martín estaba solo. Esa humedad y la falta de aire conseguían afear los paisajes; conseguían también el ansia de libertad de aquellos que se descubrieron atrapados a su lado; conseguían la imposibilidad de ajustar bien las gafas; conseguían que la niebla densa conquistara su espacio; consiguieron por fin ahogarlo en su codicia y en su equivocación de querer mantenerlo todo a base de pegamentos.
Era jueves, y despertó. Por primera vez en su vida, se sintió solo, frente a ese enorme cuadro descolorido de amapolas. En un arranque de rabia y decisión lo bajó al contenedor de aquella triste calle. Enfiló sus pasos hacia la luz y sintió que el guardián de su prisión, giraba la llave de su celda, tomando aire -ese que siempre le faltaba- encaminó su alegre andar hacia un campo vivo de amapolas.
MARTA SALAS