PSICÓPATAS
22 de junio de 2020 (02:21 h.)
LUNES CRÍTICO
Caminaba erguido, como un torero que diese la vuelta a la plaza exhibiendo orejas y rabo después de asesinar al morlaco, mirando de aquel modo “a ver quien me la aguanta” con todos los que se cruzaban por su camino. Ernesto se sabía seductor, no pasaba desapercibido. Aquel cuerpo atlético trabajado con obsesión, con el cuidado exacto de quien sabe de proporciones; el pulido meticuloso de su barba desaliñada (pero bien compuesta, aseada y con un aspecto limpio). Parecía el protagonista de un anuncio de colonia, de esos en los que una voz sensual y repugnante a la vez, hablaba en un nauseabundo inglés, como si tuviese la boca llena de polvorones.
Trabajaba en una fábrica, en turnos de mañana, tarde o noche, un lugar poco acogedor, húmedo y oscuro, donde no se le permitía lucir palmito con un grueso mono de trabajo de tela sintética, casco y gafas de protección. Su trabajo era puramente mecánico, no necesitaba de precisión ni atención, esto le procuraba horas de pensar y planear nuevas fechorías.
La vuelta al trabajo se hizo muy dura después de aquello del Covid. Ernesto aprovechó los casi 75 días en el que estuvo en situación de Erte, para machacar, más, si podía, su cuerpo, su excusa, su pasaporte para deambular, conquistar y destruir sueños ajenos.
Desde chiquitín fue muy fantasioso, nadie le dijo que eso de mentir no era bonito. Eso y un tremendo complejo por su obesidad (supongo que caricias y zarpazos desordenados hicieron el resto). Su único amigo aseguraba que fue golpeado muchas veces por su padre y que su madre, mientras, miraba hacia otro lugar, como si no pasase nada, aunque, seguramente, sólo fuera la excusa y el argumento de su modo de no amar.
Creció un odio hacia las mujeres dentro del maniquí, porque Ernesto era un maniquí sin empatía, un psicópata, como cualquiera, pero sin control.
Su modo de vida era una excusa, se ponía la máscara antes de salir de casa, era agotador. En su mente, la venganza, hacia esa madre que se despistaba mientras papá le propinaba golpes. Veía, ciego, que todas las mujeres eran su madre.
Escogía minuciosamente a sus víctimas, siempre eran vulnerables, mujeres necesitadas de cariño, con mucha falta de afecto. Las seducía, les hacía creerse únicas y cuando ya caían como insectos en su poderosa tela de araña, las abandonaba, concluía así una nueva venganza hacia aquella mujer que le dio la vida.
Según fuera la naturaleza de las perjudicadas, quedaban heridas para siempre, o, acababan sus días llenas de rabia, dolor y acidez, faltas de salud.
Todos tenemos nuestro lado psicópata. Algunos desarrollamos un muro de empatía para mantenerlo preso, cumpliendo cadena perpetua y, excepcionalmente aparece en nuestros pensamientos que, de cuando en vez, nos hacen mentalmente peligrosos. Otros, así, por justicia poco poética, dejan suelto al animal que llevan dentro y siembran tristeza y desolación allá donde el terreno es adecuado para que germinen las semillas del mal.
Se agradece la existencia de psicópatas, con esas almas insondables, impenetrables e impermeables, porque nos procuran una enorme capacidad para discernir el bien del mal, sobre todo, una vez te has liberado de su gran tela de araña.
Trabajaba en una fábrica, en turnos de mañana, tarde o noche, un lugar poco acogedor, húmedo y oscuro, donde no se le permitía lucir palmito con un grueso mono de trabajo de tela sintética, casco y gafas de protección. Su trabajo era puramente mecánico, no necesitaba de precisión ni atención, esto le procuraba horas de pensar y planear nuevas fechorías.
La vuelta al trabajo se hizo muy dura después de aquello del Covid. Ernesto aprovechó los casi 75 días en el que estuvo en situación de Erte, para machacar, más, si podía, su cuerpo, su excusa, su pasaporte para deambular, conquistar y destruir sueños ajenos.
Desde chiquitín fue muy fantasioso, nadie le dijo que eso de mentir no era bonito. Eso y un tremendo complejo por su obesidad (supongo que caricias y zarpazos desordenados hicieron el resto). Su único amigo aseguraba que fue golpeado muchas veces por su padre y que su madre, mientras, miraba hacia otro lugar, como si no pasase nada, aunque, seguramente, sólo fuera la excusa y el argumento de su modo de no amar.
Creció un odio hacia las mujeres dentro del maniquí, porque Ernesto era un maniquí sin empatía, un psicópata, como cualquiera, pero sin control.
Su modo de vida era una excusa, se ponía la máscara antes de salir de casa, era agotador. En su mente, la venganza, hacia esa madre que se despistaba mientras papá le propinaba golpes. Veía, ciego, que todas las mujeres eran su madre.
Escogía minuciosamente a sus víctimas, siempre eran vulnerables, mujeres necesitadas de cariño, con mucha falta de afecto. Las seducía, les hacía creerse únicas y cuando ya caían como insectos en su poderosa tela de araña, las abandonaba, concluía así una nueva venganza hacia aquella mujer que le dio la vida.
Según fuera la naturaleza de las perjudicadas, quedaban heridas para siempre, o, acababan sus días llenas de rabia, dolor y acidez, faltas de salud.
Todos tenemos nuestro lado psicópata. Algunos desarrollamos un muro de empatía para mantenerlo preso, cumpliendo cadena perpetua y, excepcionalmente aparece en nuestros pensamientos que, de cuando en vez, nos hacen mentalmente peligrosos. Otros, así, por justicia poco poética, dejan suelto al animal que llevan dentro y siembran tristeza y desolación allá donde el terreno es adecuado para que germinen las semillas del mal.
Se agradece la existencia de psicópatas, con esas almas insondables, impenetrables e impermeables, porque nos procuran una enorme capacidad para discernir el bien del mal, sobre todo, una vez te has liberado de su gran tela de araña.