NÁUFRAGOS
Tiraban de la correa del perro con furia. Asier propinó un empujón a Mikel, mientras Helena amenazaba con una sartén en alto. Roco observaba tembloroso la escena. Helena se salió con la suya (a pesar de saltarse dos turnos, así, con toda su jeta, bajaba las escaleras con Roco con un ataque de risa, sus hermanos la insultaban desde el hueco de las escaleras. Hubo un día, dos y muchos más, en que siempre había una excusa para no llevar al chucho a pasear. Hoy era el pasaporte que les permitía transitar sin multa por aquella ciudad fantasma.
El paseo se alargaba más de la lógica y cada día había un encuentro casual con un amigo. Se escondían con sus mascotas detrás de una enorme sequoia y sacaban entusiasmados sus cuatro latas de volldamm; se besaban, se metían mano, con el único control de no ser vistos por las patrullas de las fuerzas del orden que barrían toda la ciudad en esos días surrealistas. Helena estaba enamorada, justo un mes antes de esa cuarentena (propia de un argumento de película de serie B), había conocido a Urko, un macarra del extrarradio, que le hacía poner los ojos en blanco por su destreza en eso del sexo.
Volvía a casa iluminada, despeinada y despreocupada por el broncón que le esperaba en casa. Su madre y sus dos hermanos estarían furiosos, pero tras esos dos extraordinarios orgasmos, nada importaba, salvo todos los clímax que le restaban por experimentar con Urko.
Helena no había hablado en casa de su idilio, pero María supo desde el primer momento que su hija se había colgado enfermizamente de alguien, no escuchaba, canturreaba, chateaba a todas horas y reía sin parar: blanco y en botella.
Mikel y Asier, los mellizos, no se enteraban, ocupaban todo su tiempo y sus neuronas en jugar a la Play, en mirar vídeos porno gratis, en devorar comida basura y en pelearse sin motivo a puñetazos, éste, era un desahogo natural en esas circunstancias. Terminaban el día exhaustos y se iban a dormir, caían roques en décimas de segundo, nada les inquietaba, a lo sumo, la suspensión de todos los torneos de fútbol, pero ni eso.
María ocupaba esos largos días en la cocina (le encantaba cocinar); en limpiar toda la porquería que acumulaban esos tres adolescentes egoístas; en hacer respiraciones y meditación; en esa aplicación de crucigramas, en la que iba a alcanzar la pantalla 3200; en chatear y hacer skype con sus amigas y con su amante por las tardes (un cuarto de hora con las primeras). A veces, cansada, miraba a sus hijos, y sentía, con mucha presión en el pecho, que eran perfectos desconocidos, que habían crecido a un ritmo vertiginoso, tenía algo de irreal también tener la certeza de que eran suyos.
Retrocedía en el tiempo para habitar en su mente aquella época en la que conoció a Rubén, su ex marido que luego la maltrataría y que más tarde la abandonaría a ella y a sus tres retoños, cuando apenas los mellizos comenzaban a decir “papá”. En esos días de confusión, miedo y extrañeza, María entraba en un bucle de locura, dentro de una extraña pero cómoda calma.
Eran las 20 horas, salió al balcón y aplaudió por inercia, sin saber porqué y una lágrima que hacía un pulso entre la alegría y el desasosiego cayó por su mejilla, al tiempo que escuchó al vecino del cuarto gritar: “hola Don Pepito!!!!”, ella contestó: “hola Don José”!!, sin saber de nuevo porqué. Cerró el balcón y corrió a abrazar a sus hijos, como si fuesen su tabla de salvación.
Se nos brinda la ocasión única de meditar, de sentir las cosas hacia adentro, de hacer balance y de tomar decisiones, de amar y de odiar de modo sincero, de recurrir a nuestro yo y de conocernos en este encierro tan jodido como maravilloso. Somos náufragos, pero este mar está repleto de tablas de salvación, es la oportunidad de encontrarlas.