NÁUFRAGOS V
20 de abril de 2020 (10:00 h.)
LUNES CRÍTICO
Germán navegaba en un mar embravecido, entre enormes olas de esperanza y decepción. Hacía dos meses que había comenzado a trabajar en el Hospital Central después de haber aprobado el examen del MIR, con la mejor nota de toda su provincia.
Fueron tres años de estudios, renunciando al ocio; a tantos ratos con los amigos; a esas escapadas al mar que tanto le gustaban; a muchas celebraciones familiares; a esa relación tóxica que le nublaba la mente y el horizonte; a tantas cosas...
En aquel hospital estaban desbordados, nadie imaginó nunca tener que enfrentarse a nada parecido; a tanta frustración con cada batalla perdida; a tanta emoción, cuando la vencían. Era difícil mantener la mente lúcida y no desvanecer de agotamiento, no hundirse con cada derrota frente al monstruo invisible.
Germán llegaba exhausto a su casa, en la mente, inevitables, esas escenas de dolor, ese caos, esa locura colectiva, el miedo, la frustración y la rabia.
Qué difícil mostrar una sonrisa a sus padres, mantener la cordura, tener la capacidad de descansar y desconectar para enfrentar la nueva batalla. Aún con todo, el entusiasmo vencía el pulso al desasosiego.
A Germán nunca nadie le había aplaudido, si acaso, de crío, sus compañeros del equipo de fútbol o aquellos emocionados padres, cuando paraba algún gol cantado o un penalti.
Fue un niño lleno de inseguridad, con poco afecto hacia sí mismo, con grandes complejos debido a su baja estatura y aquellos pies zambos, que le hacían caminar con muy poca gracia. Fue objeto de burlas gran parte de su infancia, para más motivos, el hecho de que fuera el empollón de su clase en aquel colegio de curas jesuitas, religiosos que hacían oídos sordos (más bien ojos ciegos) a todas las judiadas que sufría un día sí y el otro también en esa escuela que se convirtió en infierno.
Germán quiso demostrar a los demás, sobre todo a sí mismo, que era capaz, y decidió, siendo adolescente, ayudar a los demás, algo que nadie había hecho por él.
Entre uno de sus múltiples pacientes infectados por el virus, la suerte quiso que tuviese que tratar a Juan Manuel, el líder de su clase y su mayor pesadilla en la adolescencia. Presentaba un cuadro muy preocupante, con infección en ambos pulmones y una insuficiencia respiratoria que obligó a la determinación de intubarlo con una sonda y meterlo en una de las dos camas libres que aún quedaban en aquella Unidad de Cuidados Intensivos. En los dos días anteriores que precedieron a este hecho, Germán tuvo ocasión de hablar con aquel que fue su sayón en aquellos años de tristeza y desazón. Juan Manuel le imploró ayuda, lloraba y sentía un miedo atroz en mitad de sus ahogos, en un acto de humildad le pidió perdón, consciente de saberse en sus manos, de que su vida dependía del buen hacer de aquel empollón enano y patizambo al que había machacado porque sí, sin motivos y sin piedad. La profesionalidad y el buen corazón de Germán vencieron a los recuerdos y a las contradicciones y se prometió dejarse el alma y la piel por salvar a ese mal nacido.
A los 13 días, Juan Manuel salía entre los aplausos de los sanitarios de aquel purgatorio y su mirada se cruzó con la de Germán. Fue una mirada de agradecimiento en la que se sintió como Goliat, vencido por un enano, patizambo y empollón David, la mirada a un héroe. Este momento extraordinario fue la cura definitiva, el instante en que Germán se sintió liberado de su pasado, el segundo preciso en que perdonaría para siempre a aquel ser oscuro que habitaba dentro de él.
Hoy la reflexión es un hurto, y, como soy una ladrona, me tomo prestada la frase del poeta y cantautor Marwan: “perdonar a quien nos daña es la única terapia que te acabará curando”.
Que así sea.
Fueron tres años de estudios, renunciando al ocio; a tantos ratos con los amigos; a esas escapadas al mar que tanto le gustaban; a muchas celebraciones familiares; a esa relación tóxica que le nublaba la mente y el horizonte; a tantas cosas...
En aquel hospital estaban desbordados, nadie imaginó nunca tener que enfrentarse a nada parecido; a tanta frustración con cada batalla perdida; a tanta emoción, cuando la vencían. Era difícil mantener la mente lúcida y no desvanecer de agotamiento, no hundirse con cada derrota frente al monstruo invisible.
Germán llegaba exhausto a su casa, en la mente, inevitables, esas escenas de dolor, ese caos, esa locura colectiva, el miedo, la frustración y la rabia.
Qué difícil mostrar una sonrisa a sus padres, mantener la cordura, tener la capacidad de descansar y desconectar para enfrentar la nueva batalla. Aún con todo, el entusiasmo vencía el pulso al desasosiego.
A Germán nunca nadie le había aplaudido, si acaso, de crío, sus compañeros del equipo de fútbol o aquellos emocionados padres, cuando paraba algún gol cantado o un penalti.
Fue un niño lleno de inseguridad, con poco afecto hacia sí mismo, con grandes complejos debido a su baja estatura y aquellos pies zambos, que le hacían caminar con muy poca gracia. Fue objeto de burlas gran parte de su infancia, para más motivos, el hecho de que fuera el empollón de su clase en aquel colegio de curas jesuitas, religiosos que hacían oídos sordos (más bien ojos ciegos) a todas las judiadas que sufría un día sí y el otro también en esa escuela que se convirtió en infierno.
Germán quiso demostrar a los demás, sobre todo a sí mismo, que era capaz, y decidió, siendo adolescente, ayudar a los demás, algo que nadie había hecho por él.
Entre uno de sus múltiples pacientes infectados por el virus, la suerte quiso que tuviese que tratar a Juan Manuel, el líder de su clase y su mayor pesadilla en la adolescencia. Presentaba un cuadro muy preocupante, con infección en ambos pulmones y una insuficiencia respiratoria que obligó a la determinación de intubarlo con una sonda y meterlo en una de las dos camas libres que aún quedaban en aquella Unidad de Cuidados Intensivos. En los dos días anteriores que precedieron a este hecho, Germán tuvo ocasión de hablar con aquel que fue su sayón en aquellos años de tristeza y desazón. Juan Manuel le imploró ayuda, lloraba y sentía un miedo atroz en mitad de sus ahogos, en un acto de humildad le pidió perdón, consciente de saberse en sus manos, de que su vida dependía del buen hacer de aquel empollón enano y patizambo al que había machacado porque sí, sin motivos y sin piedad. La profesionalidad y el buen corazón de Germán vencieron a los recuerdos y a las contradicciones y se prometió dejarse el alma y la piel por salvar a ese mal nacido.
A los 13 días, Juan Manuel salía entre los aplausos de los sanitarios de aquel purgatorio y su mirada se cruzó con la de Germán. Fue una mirada de agradecimiento en la que se sintió como Goliat, vencido por un enano, patizambo y empollón David, la mirada a un héroe. Este momento extraordinario fue la cura definitiva, el instante en que Germán se sintió liberado de su pasado, el segundo preciso en que perdonaría para siempre a aquel ser oscuro que habitaba dentro de él.
Hoy la reflexión es un hurto, y, como soy una ladrona, me tomo prestada la frase del poeta y cantautor Marwan: “perdonar a quien nos daña es la única terapia que te acabará curando”.
Que así sea.