ME GUSTA BARRER
02 de noviembre de 2020 (06:46 h.)
LUNES CRÍTICO
Me gusta barrer, barrer en el sentido más amplio de la expresión.
Me gusta barrer y dejar todo limpio, lo más limpio posible. A veces, hasta lustroso.
Me gusta agarrar la escoba y los malos recuerdos y barro, incluso bailo.
Me gusta también que me barran, cuando entorpezco despistada o consciente porque, me dan la oportunidad de verme la roña. El o la que me barra, lo hará bailando y con buena intención.
Cuando bailo barriendo, en ocasiones, caigo, y dependiendo del golpe, río o lloro, pero me apresuro a la cura, pues cicatrizo mal.
Me gusta ver todo libre, me da tristeza encontrar manchas difíciles de quitar, pero no me rindo. Le doy con garbo y certidumbre, no hay mancha eterna.
Me gusta barrer, me gusta pensar que a las personas que quiero les complace ver mi espacio incontaminado.
Cuando barres sin conciencia y ánimo, no limpias, sólo esparces la suciedad.
Me gusta barrer con sumo cuidado y optimismo, estar preparada para el traspiés y reírme -en la medida de lo posible- de mi torpeza.
Me gusta barrer incluso las flores; las de plástico y las venenosas; las que tenían el precio oculto tras las hojas y no eran regalo; las que cambian de color porque estaban teñidas de un azul precioso que me cegaba, para pasar a un gris mate que me entristece -como los días grises, como las personas grises, como los pensamientos y la toxicidad que hay que barrer- .
Me gusta la escoba, para barrer, esa es su función. Para armas, la mirada, el silencio o las palabras, las espontáneas, acertadas o no, pero con derecho propio a la disculpa y al consiguiente abrazo.
Me gustan las barrenderas, todas; los barrenderos, pocos, escasean.
Me gustan las escobas de madera sin tratar, naturales, sin artificios ni manipulación.
Me gusta barrer lo indefenfible, cuando se pretende imponer, sin base, con rabia y falso orgullo; el oscuro -si no es raza o ceremonioso-; las sonrisas forzadas que lastiman la mandíbula, y más pronto que tarde, a quien iban dedicadas; me gusta barrer los golpes, acertados o errados, todos; me gusta barrer a los espías, cuando no llevan sanas intenciones; las hogueras, las que no tienen por función arropar y dar calor; me gusta barrerte, aunque me equivoque, porque sé que me dará la oportunidad de un nuevo abrazo, una nueva mirada, un silencio cómplice y la brisa, la de siempre.
Nunca barreré la brisa, ni el mar, ni a mis hijas, ni a los pocos grandes amigos que suman tanto, tampoco a mi familia.
Por las que manejan con soltura y de modo valiente las escobas, también por las que hacen un baile abierto a los demás en este quehacer cotidiano e irreemplazable.
Por todas ellas y por algún despistado que se une a tan necesaria danza.
Me gusta barrer y dejar todo limpio, lo más limpio posible. A veces, hasta lustroso.
Me gusta agarrar la escoba y los malos recuerdos y barro, incluso bailo.
Me gusta también que me barran, cuando entorpezco despistada o consciente porque, me dan la oportunidad de verme la roña. El o la que me barra, lo hará bailando y con buena intención.
Cuando bailo barriendo, en ocasiones, caigo, y dependiendo del golpe, río o lloro, pero me apresuro a la cura, pues cicatrizo mal.
Me gusta ver todo libre, me da tristeza encontrar manchas difíciles de quitar, pero no me rindo. Le doy con garbo y certidumbre, no hay mancha eterna.
Me gusta barrer, me gusta pensar que a las personas que quiero les complace ver mi espacio incontaminado.
Cuando barres sin conciencia y ánimo, no limpias, sólo esparces la suciedad.
Me gusta barrer con sumo cuidado y optimismo, estar preparada para el traspiés y reírme -en la medida de lo posible- de mi torpeza.
Me gusta barrer incluso las flores; las de plástico y las venenosas; las que tenían el precio oculto tras las hojas y no eran regalo; las que cambian de color porque estaban teñidas de un azul precioso que me cegaba, para pasar a un gris mate que me entristece -como los días grises, como las personas grises, como los pensamientos y la toxicidad que hay que barrer- .
Me gusta la escoba, para barrer, esa es su función. Para armas, la mirada, el silencio o las palabras, las espontáneas, acertadas o no, pero con derecho propio a la disculpa y al consiguiente abrazo.
Me gustan las barrenderas, todas; los barrenderos, pocos, escasean.
Me gustan las escobas de madera sin tratar, naturales, sin artificios ni manipulación.
Me gusta barrer lo indefenfible, cuando se pretende imponer, sin base, con rabia y falso orgullo; el oscuro -si no es raza o ceremonioso-; las sonrisas forzadas que lastiman la mandíbula, y más pronto que tarde, a quien iban dedicadas; me gusta barrer los golpes, acertados o errados, todos; me gusta barrer a los espías, cuando no llevan sanas intenciones; las hogueras, las que no tienen por función arropar y dar calor; me gusta barrerte, aunque me equivoque, porque sé que me dará la oportunidad de un nuevo abrazo, una nueva mirada, un silencio cómplice y la brisa, la de siempre.
Nunca barreré la brisa, ni el mar, ni a mis hijas, ni a los pocos grandes amigos que suman tanto, tampoco a mi familia.
Por las que manejan con soltura y de modo valiente las escobas, también por las que hacen un baile abierto a los demás en este quehacer cotidiano e irreemplazable.
Por todas ellas y por algún despistado que se une a tan necesaria danza.