LUCES Y SOMBRAS
Las traineras luchaban contra las olas. En esa competición donde la meta era el orgullo, Maite se dejó la piel. Las enormes paredes de agua que parecían querer engullirla sólo conseguían aumentar el ritmo de los remos. No había miedo, sólo rabia. Rabia y orgullo. Al fondo, la luz; la luz y sus sueños; los rostros de los que ya partieron, que la jaleaban animándola a seguir; él con la promesa de un primer plato fabuloso, un segundo apoteósico y el postre, ay el postre!; ella, su madre, recuperada ya de sus dolencias, también le indicaba la luz; el abuelo y su terquedad, su rigurosa forma de amar; sus hijas, por aquella vez sin móviles, también la animaban; también la fiesta familiar estaba en la luz, ya casi podía escuchar aquella música italiana.
Remó hasta la saciedad, hasta tener cada vez más ganas, más ritmo, más fuerza. Las olas se rindieron. Atravesó la meta. No importaba en qué lugar. Alcanzó la luz y se abrazó a todos los que allí la esperaban, dejándose acunar por esa sensación de comenzar de nuevo.
Aceleró. Pisó con fuerza el pedal, furioso, dejando atrás la luz, para adentrarse en la oscuridad. Allí no había nadie esperándole, esto animó a Iñaki a dejarse la piel por llegar a la meta. La meta era el final; el final y el acabose.
La lluvia incesante y la oscuridad de aquel cielo rabioso, lo acunaron de forma vertiginosa hacia el destino; hacia la nada; hacia el comienzo y el final de todo; hacia una nueva oportunidad de desaparecer. Llegó a la meta, no importaba en qué lugar. Estrechó la oscuridad con una sensación de paz. Se abrazó a sí mismo, para no sentirse solo y se dejó llevar hasta el fin, hasta la promesa de curar de golpe todas sus heridas.
Marta Salas