Vermú
Me gusta la gente que no se avergüenza de su felicidad.
A gran parte de la humanidad le parece de mal gusto oír a los demás decir qué bien se sienten con su cuerpo, la familia, su trabajo o lo muy enamorado que uno esté.
Es como si proclamar la comunión con la naturaleza y el disfrute de los sentidos fuese pecado, especialmente en esta sociedad tan teñida del catolicismo de los remordimientos en que nos han educado.
El mundo está muy jodido, sí; la epidemia parece arrasarlo todo. Hay mucha gente en paro, las catástrofes naturales, las enfermedades terminales, el dolor, las ruinas económicas, los complejos físicos y mentales, el desasosiego de quien está solo. ¡Claro que hay múltiples argumentos para estar cabreado!
Pero eso no nos debe quitar el derecho a disfrutar de una cerveza en buena compañía, o de una mañana de museos un domingo soleado, o de una película de Woody Allen.
Y decirlo. ¡Me siento feliz!
El mundo actual ganaría mucho si hubiera menos resentimientos y más capacidad para transmitir nuestras propias alegrías, sin complejos.
Mi amiga Nuria lo resumía, tomándonos unas cañas, con sus ojillos vivarachos:
'Estuvimos en Madrid, nos fuimos a un restaurante a la última que nos habían recomendado y nos sentamos felices a disfrutar del local. Vino el camarero, nos miramos y nos dijimos:
¡Dos Martinis!'.
Autor de 'Nunca sabrás quién fui