LA OREJA DE VAN GOGH, HISTORIA DE UNA AMISTAD LUMINOSA
Pero las páginas de esta Memoria no se asoman únicamente al abismo del terror más crudo, sino que se entrelazan con el relato de una amistad luminosa. Un vínculo que nace en la adolescencia temprana, que crece al calor de bares y cafés, conciertos y locales de ensayo, y que se vuelve cada vez más sólido en torno a una pasión compartida y un compromiso común. Una historia de azares y serendipias, de caminos que confluyen y senderos que se bifurcan, de encuentros y desencuentros que cristalizaron en uno de los grupos más importantes del pop español: La Oreja de Van Gogh.
A través de sus recuerdos, Pablo Benegas nos convierte en testigos privilegiados de momentos especiales vividos junto a sus compañeros.
La tarde en que conoció a Xabi:
Xabi me pareció muy divertido, me cayó bien. Quién me iba a decir a mí que con aquel tipo de camisa azul metida por dentro, pantalón de pinzas, flaco, con rizos y fumador iba a compartir mi vida y no con la chica que tenía al lado y que tanto me gustaba.
Álvaro, el hombro sobre el que llora su primer desamor:
Álvaro bajó y cuando abrió la puerta del portal volví a derrumbarme. Me cogió, me abrazó y nos dirigimos hacia la playa, que estaba a escasos cien metros. Él me rodeaba con su brazo mientras yo enterraba mi cabeza en su pecho. Morgan, su perro querido que aparece en el videoclip de «Soñaré», completaba la escena. La playa de La Concha nos recibió con los brazos abiertos y todas sus farolas encendidas. La de maniobras de reanimación y corazones rotos a los que esta playa habrá atendido. Y allí estaba el mío por primera vez.
O el primer día en la facultad de Derecho, cuando a Pablo le pasó una de las mejores cosas de su vida, Haritz:
Mientras la gente iba entrando en el barracón, en el extremo opuesto se situó un chico alto y flacucho al que no conocía [...]. Era Haritz Garde. Así nos conocimos. Me pareció un tipo tímido que transpiraba bondad. Siempre he pensado que si alguna vez alguien le escribiera una canción a Haritz tendría que ser un silencio que permitiera escuchar su corazón latir, porque ningún otro suena igual.
Álvaro, Xavi, Luis y Haritz fueron el embrión de un grupo aun sin nombre ni cantante hasta que apareció la pieza que faltaba:
A los postres, las amigas de Amaia le pidieron que cantara algo. Ella se negó en un primer momento porque le daba mucha vergüenza, pero las otras insistieron tanto que acabó aceptando con la condición de que apagaran la luz. Empezó a cantar, a oscuras, «Nothing Compares to You». En la intimidad del silencio y la penumbra, con nuestras emociones navegando en el agua de Valencia, la voz de Amaia nos acarició uno por uno. Fue realmente mágico. Nunca había oído cantar así y menos a treinta centímetros de mí.
El suyo es un relato emocionante que nos descubre aspectos desconocidos sobre los orígenes de La Oreja de Van Gogh: desde la elección del nombre de la banda a la grabación de sus primeras maquetas; del triunfo en el concurso Pop Rock Ciudad de San Sebastián al fichaje por parte de Sony; sin dejar de lado a la creación de algunos de esos temas que hoy forman parte de la banda sonora de varias generaciones.
Las pequeñas cosas del día a día se abrían paso entre los escombros de la tristeza y la amargura. En ese contexto de miedo y violencia en el que vivíamos, de manera inconsciente nuestra música empezó a contar que en nuestra ciudad también pasaban otras cosas: que nos enamorábamos y sufríamos por amor, que cogíamos el autobús, que nos contábamos secretos al oído, que teníamos sueños, pesadillas y mirábamos la luna tumbados sobre la arena de la playa de La Concha. No era más que un grito de esperanza para recordarnos que en algún momento las flores volverían a crecer donde ahora llorábamos.
Escrita con una delicadeza y autenticidad desbordantes, esta memoria personal de Pablo Benegas se eleva en memoria colectiva de una banda y de toda una generación. Una mirada especial llena de ternura, que ilumina las experiencias más duras abriendo espacio a la esperanza.
Ensayar me ayudaba a pasar el tiempo sin mirar cómo iba y venía el columpio de la tristeza. Para mí era una vía de escape, una ventana abierta a otro paisaje que me permitía huir de todo lo que significaba ETA. En aquel local de ensayo, con mis compañeros, me sentía tranquilo, en paz. Hasta que aparecieron ellos, ninguno de mis amigos íntimos me acompañaba a las concentraciones. Había sido un camino largo, pero por fin había encontrado unos amigos que me comprendían con mis circunstancias, con los que compartía ética y mirada; eran conscientes de la situación de mi padre y de mi familia, del riesgo real y del sufrimiento pasado y presente, y no solo me apoyaban en lo que hacía, sino que me ayudaban a hacerlo, sin excusas ni rodeos. De pronto aparecía un pequeño sendero inesperado, el del grupo. Hasta entonces había transitado por el único camino que alcanzaba mi vista: el derecho, la lucha contra ETA, la militancia en organizaciones pacifistas, quizá la política. [...] Asumo que esta frase pueda sonar grandilocuente y presuntuosa, pero nunca sabré si la música y mis compañeros me salvaron la vida. Lo que sí sé es que el primero de los caminos hubiera sido una dura travesía por la tristeza y el dolor, mientras que el segundo ha sido un viaje lleno de felicidad y de color.
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