Madeleine
Una noche de principios de otoño recibí un email de Kristian, un amigo francés del que hacía tiempo que no sabía nada.
De carácter huraño y explosivo al mismo tiempo, gracias a él descubrí Nueva York en una época extraña de mi vida en que no sabía hacia dónde dirigirme. Pasé quince días con él en un pequeño apartamento de Harlem, el cual tomé como referencia para escribir mi novela Andrea no está loca.
Persona compleja, Kristian es culto, golfo, vivaracho e insoportable a partes iguales. Tan pronto te abre su corazón como se mete en su agujero de incomunicación insolente.
Perdí la esperanza de volver a saber de él tras intentar comunicarme durante mucho tiempo, tras vivir varios años en París y frecuentarlo a menudo.
Me gusta la gente difícil cuando creo que tienen buen corazón, aunque a éste no se le oigan los latidos desde fuera.
Hijo único de madre soltera, profesor de institutos marginales de las afueras de París y de muy pocos amigos, Kristian encontró en mí a una persona cercana que le acompañaba a sus conciertos de ópera, le aguantaba sus crisis de pareja y le contaba de sus historias familiares de su lejana, por entonces, Sevilla.
En ese primer viaje a Manhattan apareció inesperadamente su madre, empleada de La Poste con crónicas bajas laborales por problemas psicológicos que le hacían pasar largas temporadas encerrada, a oscuras, en su habitación.
Hay tanto de nuestro carácter formado por los condicionantes familiares que la aparición de su madre, Madeleine, me hizo comprender en parte ese carácter imprevisible de su hijo, sufriente cuidador de una madre que no tenía cura.
El último día de mi estancia en Nueva York, paseando los tres, a ella, pequeñilla y anciana, se le antojó un bolso de rayas horizontales blancas y azules que hacía juego con su traje. Su hijo no le hizo caso y, sin que se dieran cuenta, yo se lo compré en un descuido, para entregárselo más tarde, justo al despedirme.
Madeleine se emocionó más de lo que yo podía prever.
Veinte años después de ese día me escribe Kristian para decirme que, tras un interminable período de demencia, su madre ha muerto.
J'ai littéralement porté ma croix, mais je ne regrette rien et ne pouvais pas faire autrement, porté par une énergie et un amour infinis (He cargado mi cruz, literalmente, pero no me lamento de nada y no podía ser de otro modo, llevado por una energía y un amor infinitos).
Me dice en su email que, al organizar todas las cosas de la madre para repartirlas entre las amigas, encontró el bolso de rayas blancas y azules, que ella utilizó a menudo desde ese día y que le hacía acordarse de mí.
En mi novela creé un personaje, la tía Puri, recreando a Madeleine.
En esa historia de ficción también el protagonista le regala un bolso a la tía Puri. También blanco y azul. También ella se emociona con desconsuelo al recibirlo.
Rebusqué en mi librería para encontrar esa escena final y se me sobresaltó el corazón al leerla.
Tengo que recuperar a Kristian.