Tacataca
Para muchos de los que estamos acostumbrados a madrugar a horas prohibidas, despertarse tarde un sábado o domingo es un crimen. Son tan largas las mañanas de trabajo, que no levantarnos temprano el fin de semana es tirar al cesto de lo irrecuperable horas preciosas que sabemos que están ahí.
Así iba yo, la ciudad recién amanecida, un sábado de no hace mucho, con El País recién comprado camino del Starbucks de la Campana. Pasear las calles solitarias de una Sevilla aún sin despertar y esconderme en la entreplanta impersonal de esa cafetería para leer la prensa, desaparecido del mundo, es un regalo muy barato que me ofrezco a menudo.
Cruzaba la Plaza de la Gavidia hacia el café y, en la misma diagonal, una mujer mayor avanzaba hacia mí. A su pesar, arisca ella, rodeamos la estatua de Daoiz por el mismo lado. Empujaba un carrito de bebé y me extrañó que sacara a horas tan tempranas al nieto de paseo.
Iba elegante, con ropa de domingo; avanzaba muy lento, con dificultad, arrumbada sobre el carro, maquillada y con pelo de peluquería.
Llegada a mi altura, removió las mantas del carrito, en una suerte de parada técnica. Se le intuía dificultad al respirar. Fue cuestión de menos de un segundo y una mirada enfrentada entre los dos. Ella descubrió que yo descubrí que no había niño, tanto como que no estaba dispuesta a mancillar su coquetería empujando un tacataca.
Nos regalamos una sonrisa furtiva de las que hacen mucho bien.
Salvador Navarro - Escritor
Autor de 'Nunca sabrás quién fui'