SALVADOR NAVARRO
Masajes de amor
Por mi familia y mis amigos es conocido mi eterno dolor de espalda. Yo lo relaciono con mi época de remo, en que compartí bote durante años con un chaval a quien llamaban 'El Muerto' y del que cogí la anti-ese de su espalda a base de intentar nivelar el barco con los movimientos antisimétricos al suyo.
Los años estudiando en la Biblioteca de la Universidad tampoco ayudaron a calmar esos dolores de columna desviada.
Los mayores arrechuchos los relaciono con el susto que para mí supuso el problema de corazón que padeció mi padre y su larguísima, y tensa, operación.
Voy cambiando de fisioterapeuta, osteópata o masajista como quien cambia de pantalones vaqueros. La seducción de sus artes dura unos meses. Me envían deberes a casa para realizar todo tipo de posturas, me proponen cambiar de lado de la cama, me aconsejan pilates, natación...
En la Seguridad Social me hicieron una radiografía y me dijeron que lo que yo tenía era una pequeña desviación de columna sin mayor importancia y con una sonrisa gritaron '¡que pase el siguiente!', sin saber que el tipo al que tenían enfrente es un gran defensor de la Sanidad Pública. Snifff...
A través de un amigo, di con la última masajista diplomada.
Llevaba dos sesiones, cuando le expliqué con calma el dolor concreto que siento, dónde está situado, cómo me crujen las costillas y se me comprime todo el pecho. Ella me escuchó atentamente. Puso música oriental, apagó luces, extendió gotas de aroma antiestrés por mi pecho desnudo y me dijo que me colocase boca abajo.
Colocó sus manos sobre mi trozo de espalda dolorida y me dijo que esa zona le transmitía una infinita tristeza y muchas ganas de llorar.
―¿Has sufrido alguna muerte cercana en tu vida?
Le hablé de mi madre muerta a mis 18 años.
Ella, entonces, me propuso un juego. Mi desesperación dorsal no podía no dejarse llevar por sus propuestas.
Mientras me masajeaba, suavemente, la espalda, me dijo que visualizara a mi madre.
―¿Cómo la ves?
―Sonriendo ―le contesté.
―¿Cómo de lejos estás de ella?
―A dos metros.
―¿Qué hacéis?
―Nos miramos.
―¿No os tocáis?
―No...
Me pidió que le hablase, a mi madre, que le dijese que la quería, y yo me agarraba a las patas de la camilla.
En ese momento me relató un cuento muy dulce, en que la Tristeza y la Rabia se iban a bañar a un arroyo. Cuando terminó el baño, la Tristeza se puso por error el traje de la Rabia.
―Eso veo en tu espalda, Salvador, tristeza y rabia que no han podido evacuarse.
Yo estaba embaucado por su relato.
―¿Hiciste el duelo debido por su muerte o lo reprimiste?
―Lo reprimí ―le confesé.
Entonces me hizo agachar la cabeza imaginariamente y pedirle perdón por esa rabia inconsciente hacia ella por haberme abandonado.
―Ofrécele la mano, Salvador, dile a tu madre que comprendes su infinito dolor.
Yo le di la mano y mi madre me la acarició.
Mi espalda estaba relajada como nunca. La espalda del humano más racional que conozco estaba relajada.
¿Y si fuese verdad?
Salvador Navarro - Escritor
Autor de 'Nunca sabrás quién fui'